Arthur Rackham

Arthur Rackham

viernes, 29 de mayo de 2020

Cuento Corto: Niña Volcán

Cuento Corto


Niña volcán


en la miel están también las abejas

 

La joven permanecía pegada al muro de piedra que dividía el adentro del afuera. Se hizo paso a través del barro toda la noche y, ahora, esperaba a que fuera el momento preciso para hacerse presente en el recinto sin que nadie notara su ausencia nocturna, como si nada hubiera ocurrido. Pero todo había ocurrido. Las mamaconas la habían estado buscando todo el día, preguntándose dónde estaba Amaru. Y ella todavía tenía rastros de la travesura en su boca y en su cuerpo que nunca podría, ya, quitarse. Un hilillo de sangre le recorrió la ingle hasta caer lentamente por su muslo. Claramente, pensaba, lo ocultaría, nadie se enteraría de lo ocurrido, aunque ya no deseaba el futuro que habían preparado para ella –y nunca, en realidad, lo había hecho-. Amaru no quería ser aclla.

Una frase de su madre antes de que la entregara no podía borrársele de la cabeza: «Pero ellos sí, Amaru. Ellos te eligieron».

 

Decir que Tati no le teme a nada, son las 2 am y escuchamos ruidos en el comedor. Ella siempre fue más valiente que yo, pero nunca nos encontramos en esta situación. Hace días que la abuela no vuelve a casa, no vino, Cocha no está. Parece que se hubiera ido todo con ella, incluso la lluvia. Y mamá Quilla sale a trabajar todas las noches. Pobre, nosotras la entendemos. Pálida como la luna, regresa recién cuando amanece, sólo para encerrarse y acostarse en su habitación. Así que Tati y yo estamos solas.

 «Sólo nosotras podemos contar nuestra historia», me dice ella, y yo me pregunto qué tendrá que ver. Pero no espero respuesta. Tati, además, siempre fue de guardarse las cosas, las palabras. Y desde hace tres días está con esa idea. Somos las únicas que podemos hablar por los nuestros, por los que no pueden hacerlo. Será por eso que tatarabuelo y hermanito andan molestos, charlan siempre entre ellos, a veces con Tati, pocas conmigo. La abuela es la única que sabe cuidarlos pero, ahora que no está, no se callan. Hermanito parece inquieto en el asiento, tatarabuelo nos mira desde lejos. Sabemos que no pueden hacerlo, moverse, vivir así, envueltos como están en sábanas de lino. Como un embutido, como el que Tati se robó aquella vez del mercado de la esquina cuando yo tenía hambre y no había para comer.

Tati, la atrevida, la que no teme, la ojo de serpiente, quiere bajar y ver qué pasa. Ahora, casi a oscuras, parece como si su media pupila brillara en la noche. Sólo nos ilumina el retrato de cobre y oro de papá colgado en la pared de la escalera. Abajo, en el comedor, tata y nito, los objetos, todo parece sin vida. Yo le digo que no, que no baje.

-Papá quiere decirnos algo, Tati. Esto es una señal.

Papá ya no está, pero cada tanto se nos presenta, en objetos, en señales, hasta en el clima. Cómo me hubiera gustado conocerlo, a veces pienso, pero cuando lo veo en la pared me da escalofríos. Su rostro es duro, inexpresivo, y dorado.

 «No seas crédula», decía mamá, cuando me salía una ocurrencia así. En ese tiempo, mamá quería que nos desentendiéramos de lo nuestro, de la familia. Nunca respondía cuando le preguntaba por papá. Quería que nada nos atara. Pero la abuela nos inculcó y la atadura se hizo inevitable: «No hay que olvidarse de los muertos», siempre nos dice, decía.

Quizás sea eso, por qué llora tata, nito. Por qué la abuela se fue.  

 

Amaru no pudo dormir. Estaba excitada, extasiada, se acostó aún con los labios húmedos y su cuerpo sudoroso por tanto correr. Sus ojos no podían cerrarse. Veía pasar las imágenes del día delante suyo, como sombras de colores que se mezclaban y fundían en la oscuridad de la sala. Pensó que hoy había descubierto la alternativa, la salida, una fuga. El corazón le palpitó con fuerza cuando recordó que Inti Raymi se acercaba.

Por la mañana, se limpió el barro de los pies y lavó la tenue sangre que había manchado sus tejidos. Cuando las mamaconas la llamaron, salió al patio y se dispuso a continuar con el trabajo textil. Mientras el olor a maíz fermentado que venía de la cocina le revolvía el estómago, Amaru planeó su segundo encuentro nocturno. Así, el día se le escabulló de las manos y trabajó muy poco, sin percibir las miradas de soslayo ni escuchar los retos. Las compañeras, acllas como ella, la encontraron distraída y sólo una notó una de las marquitas violetas que habían aparecido en su cuerpo.

-Te golpeaste, Amaru.

Ella tardó en contestar, se miró el hombro, el brazo, y descubrió varios moretones.

-Sí –contestó, con algo de asombro. Quizás mientras dormía.

-Ayer te estuvimos buscando, dónde estuviste.

-Fui al río –afirmó, lacónicamente.

Esa noche lo volvió a ver, lejos del acllahuasi. Estaba oculto detrás de un árbol, la esperaba desde hacía unas horas, con ansias. Apenas la escuchó pronunciar su nombre, se arrojó encima de ella, la tiró al suelo y le desgarró la ropa. Amaru se dejó llevar. Pero no fue como el día anterior; esta vez, sintió dolor.

El calor y el ruido de los mosquitos habían despertado a Sayani antes que de costumbre, y con los primeros rayos de sol descubrió que su compañera no estaba en la cama. La encontró desvanecida, al borde del río bajo la sombra de un curupay. Amaru protestó cuando sus manos la ayudaron a levantarse, avergonzada, y cuando le dijo que debían regresar. Sólo asintió luego de que Sayani le jurara no contar nada al resto de las jóvenes.

 

Los sueños de Tati son cada vez más raros.

-No puedo dormir –me despierta a la madrugada-. Sueño con rostros, imágenes fugaces, borrosas.

Intento prestarle atención pero sólo balbucea, sigue con los ojos cerrados.

-Una víbora se desliza con prisa entre las ramas de los arbustos al costado de la ruta, afuera de la ciudad. Me dijo que huía mientras un cóndor volaba alto y un rayo de sol iluminaba el museo de la plaza. Adentro, una mujer lloraba, estaba muy adentro, en una caja de vidrio y enredada con sogas y telas apolilladas. Quiere desatarse, desenvolverse y no puede. Necesita ayuda.

Me quedo en silencio y me doy vuelta, quiero dormir. Al cabo de unos segundos, la escucho silbar, medio entre sueños, y siento cómo trata de arroparse. Sé qué le pasa. Es la abuela. Todos la extrañamos. Al amanecer me despierto y ella está tejiendo su tocapus, ese tejido tan complejo al que nunca deja de agregarle partes y que empezó hace tiempo, cuando yo apenas tenía tres. Es como su diario, su libro personal. Un archivo de memorias. Allí escribe todos sus sueños, los traduce en hilos y agrega colores como líneas a un relato.  Sé que hoy teje el sueño de anoche. No es un sueño nuevo, varias veces escuché la historia de la doncella en el museo, en boca de Cocha y de mamá.

En el tocapus de Tati también está nuestra historia, que ella despliega desde hace años, cuando la abuela se lo regaló para que continúe con la tradición familiar. Creo que esto tiene relación con su significado: “tocapus” viene de “emerger” y de “montaña”, y quiere decir algo así como hacer emerger las montañas, hacer presente lo olvidado. Me gusta mirar su tejido y pensar que allí está contenido el mundo.

Los ruidos se van por la mañana y vuelven de noche. Así que aprovechamos con Tati a bajar, a limpiar a hermanito, que tiene polvo, y darle de comer a tata. Los dos duermen. Afuera no hay nada de agua, noto las flores marchitas y la tierra agrietada del patio, casi tan resquebrajada como la piel de tata. Por la ventana, contemplamos las montañas, a lo lejos. Todo está seco. Cuándo volverá la abuela, cuándo volverá la lluvia.

 

En semanas, Amaru debería partir a Cusco, y el Inca la repartiría a algún señor amigo, como un regalo en señal de prestigio. Ya tenía catorce años y no tenía otra opción, salvo ser ofrendada a los Apus, o ser elegida como esposa del Sol y permanecer para siempre en el recinto. Pero cómo haría, pensaba, cómo haría ahora que estaba así. Sentada entre las pieles del lecho, se envolvió en su pequeño tejido que había comenzado un tiempo atrás y se tapó el cuerpo, cuando la mamacona entró a la habitación. Revisó que todo estuviera en orden y la invitó a la cocina. Ella le dijo que necesitaría ayuda, estaba enferma y no podía cocinar sola.

-Se acerca Inti Raymi –le dijo la señora, con rostro severo. Tenía largos años en el acllahuasi y se conocía todas las pericias de las jovencitas que no querían trabajar con tal de seguir durmiendo-. Ya debería saber hacer sola la chicha, no ponga excusa.

Amaru trató de levantarse, pero no pudo. La anciana la ayudó con torpeza y, cuando Amaru se irguió, el tejido se le deslizó y cayó al suelo. La mamacona descubrió debajo un vientre hinchado.

Cómo haría, dolorida, ahora que el estómago le pesaba, ahora que la virgen del Sol ya no era virgen.

 

Desde la ventana, veo cómo el polvo envuelve a la ciudad. Poca gente debe salir con esta neblina, nadie camina cerca, aunque siempre todos esquivan nuestra casa. Me acuerdo cuando le decían a la abuela que la habitaba la serpiente. Yo sabía que era por el ojo de Tati, y ninguna de las dos salía de casa si no era de la mano de Cocha. Pero a los diez Tati se cansó y empezó a salir sola, escondida, envuelta en su tejido. A veces pensaba que no quería mostrar su cuerpo, y me imaginaba que quizás era de serpiente, o de plumas de corikentes. Una vuelta se me ocurrió que se ocultaba porque no le gustaba ser mujer.  

-Es que serlo implica muchas cosas –me contestó cuando se lo pregunté-. Nuestra herencia cae sobre nosotras. No quiero estar en casa, tener que dedicarnos la vida a ella.

-Y sin embargo tenemos que hacerlo, Tati –le respondí, enojada-, sólo nos tenemos a nosotras mismas, estamos juntas para esto. Si no, quién más contará la historia de padre Inti y mamá Quilla, casados en secreto; la de Cocha, regando las tierras de esta ciudad; la de los restos de la familia, desperdigados por aquí y por allá; la de nosotras dos, Tati, hermanas heredando un reino.

 -Por eso mismo nos odian, ¿sabías? Hermanas como nuestros padres, y como nuestros primeros ancestros. Algo que no pueden concebir.

Yo era muy chica para entender, pero gracias a mí ella se dio cuenta de lo que valíamos. Luego me reveló que lo sabía, pero que estaba aterrorizada, que soñaba todos los días con una doncella noble caída en desgracia, castigada, encerrada, dando a luz sola en las altas montañas. Y un hijo con un ojo de serpiente.

 

Los primeros días de Aucaycusqui se hicieron notar con el frío y la escarcha. Allí, parada en el medio del patio, casi desnuda, el viento batía sus trenzas con violencia. Mientras presenciaba cómo el joven –«un punku kamayu desviado por el deseo», como afirmó Sayani a las autoridades- era condenado a muerte, Amaru esperaba la suya. Miraba su vientre que le dolía como nunca, violáceo de las venas que lo recorrían como surcos. Recordó cómo la Luna, su madre, la había preparado, años atrás, para honrar al ayllu real y a la familia, y cómo su padre, al que no conoció sino en sueños, predijo que daría semillas que nunca podría conocer pero de las que nacerían las más bellas waqankis; sus hijos serían hijos del Sol, como él. Así que ellos, la Luna y el Sol junto a los demás dioses, la habían elegido hace tiempo, y ella lo había despreciado todo, había querido huir. Hoy, estaba arruinada. Y junto a ella, sin saberlo, el Tahuantisuyu entero.

Antes de emitir un juicio sobre Amaru, un enviado de Cusco entró al acllahuasi y le dio una terrible noticia a las mamaconas. Inti Raymi no podría festejarse, aunque fuera invierno. Grandes incendios se desataban en el sur, y Cusco era asaltada por hombres tan blancos como la luz, vestidos con metales y con llamas que salían de sus manos, haciendo ruidos como si tronaran. El Tahuantinsuyu, el reino, ardía de norte a sur. «Una condena», gritó la más anciana señalando la panza de Amaru, «no es casualidad, ¡no es casualidad!».

Amaru se desplomó del dolor. Dos días pasó en cama, inconsciente. Cuando abrió los ojos, estaba todo a oscuras. Escuchó la voz de Sayani, diciéndole que le traería un pan horneado y unas hojas de maíz, luego encendió un pequeño fuego y la dejó sola.

Al cabo de unos minutos, otras dos voces, indiferenciables, bajitas como chillidos, se hicieron eco en la noche. Distinguió dos bultos al costado de ella, uno se movía, se agitaba. Amaru corrió la lana que lo envolvía y encontró un niño que lloraba. Lo alzó con cuidado, todavía con molestia, aunque su panza ya no estaba hinchada. Lo observó a la luz de la fogata y lanzó un grito. Su piel era algo escamosa y su ojo, que la miraba detenidamente, estaba lacerado, lastimado. «Qué te ocurrió, pequeñito», le preguntó Amaru, «pequeño niño-reptil». En el otro bulto había una niña.

-Son dos wawas –dijo Sayani, cuando regresó. Tus hijos.

 

El viento sopla desde la montaña y nos trae los primeros aires frescos de la estación, que chocan contra la ventana y entran en la habitación formando una tenue voz que nos susurra al oído palabras indescifrables.

-El Llullaillaco nos habla –dice Tati.

-¿Y qué es lo que cuenta? –le pregunto, interesada.

-Hace años, cuando todavía nosotras no habíamos nacido, le quitaron algo que le pertenecía.

-¿A la montaña?

-Sí, a los Apus –hace un silencio y luego continúa-. ¿Sabías que antiguamente subían jóvenes, sacerdotes, personas valientes dispuestas a honrarlos, calmarlos, vivir allí para siempre?

-Algo, por la abuela. Esconden un volcán. ¿Pero también se enojaban?

-Y lo siguen haciendo. En algún momento me tocará a mí.

La miro a los ojos. No me gusta el tono de su voz.

-Qué Tati –le pregunto secamente.

-Ascender.

-Por qué… -me detengo, pensando-. Te vas a llevar a hermanito, ¿verdad?

-Sí.

-Tati, no me dejes. No lo hagas.

-No puedo.

-Quedate conmigo. Estoy sola sin vos. Juntas, desde que nacimos, encadenadas, enlazadas para siempre, ¿te acordás?

-Y seguiremos estándolo.

-Pero no será lo mismo –contengo las lágrimas-. Es por tu sueño, ¿verdad?

Tati hace silencio.

-¿Quién es esa doncella?

-Ya lo sabés. La viste, arropada, encogida, casi desintegrada.

-Sí, lo . ¿Pero quién es, qué es de nosotras?

 Alzo la voz. Tratamos de ignorar los ruidos que vienen de abajo, fuertes, como si fueran golpes persistentes contra la madera del suelo y las paredes.

-Escuchalo, hermanito nos pide ir. Tengo que hacerlo. Es lo que la abuela hubiese querido. Sólo así podrá volver.

No le creo. No creo que la abuela regrese y que todo se solucione como si nada, pero ella insiste. Nunca supe discutir, en su lugar, lloro. Me dice que en su ausencia continuaré con el tejido de la familia y la memoria de la casa, que seré quien guarde y cuide a tata, quien hable con padre cuando relumbre su retrato e inunden las habitaciones sus rayos de sol, y quien ayude a mamá y a la abuela a hacer la chicha más sabrosa, luego de que en el jardín florezcan las orquídeas de la temporada, luego de que la lluvia vuelva a caer.

-Los Apus pueden hacerlo. Siglos atrás, esa mujer lo hizo sola, subió y se entregó a la montaña por su reino, que moría. Esta misma montaña, acá, en Salta. Y los hombres se la arrancaron de la tierra, se la robaron al Llullaillaco, llevaron a la doncella al museo.

La escucho detenidamente, dejo de llorar sólo para poder afirmar una obviedad.

-Hermanito es suyo.

-Sí, Lari –baja la vista-. Hermanito es su hijo. Y nosotras descendemos de ella.

 

Amaru conocía la historia de sus dioses, sabía que se llamaba como la serpiente que guardaba una fuerza destructiva y constructiva, la que creaba orden a partir del caos, la mensajera entre los dioses y los hombres, la que recorría el Hanan Pacha y el Kay Pacha, hasta llegar al Ukhu. Pero nunca pensó que ella misma portaba la semilla del linaje de la serpiente, de cuyas escamas habían nacido todos los hombres, sino cuando vio las pupilas verticales de sus hijos; cada uno, tenía su ojo derecho como el de un ofidio.

-Los dioses me eligieron, verdaderamente.

La compañera la interrumpió para decirle que el acllahuasi había sido quemado.

-¿Cómo? ¿Dónde estamos, Sayani?

-Más que elegida, sos una maldición. Mamacona Sisa lo dijo antes de morir –sus ojos la observaban con frialdad-. Amaru, ¿por qué? Estábamos ahí para ser vírgenes del Sol, para quedarnos en el acllahuasi y servir toda la vida. ¿Por qué lo hiciste?

Amaru no supo responder. Notó que estaban en una especie de caverna por la oscuridad y el olor a humedad; afuera, se escuchaba el ruido de aguas que corrían. Seguramente, estaban todavía cerca del recinto y en peligro. Los niños lloraban, hacía frío. Pensó en una alternativa, en una posibilidad. No podía dejar que ellos murieran. Todavía estaba a tiempo de calmar a los dioses, si llevaba una ofrenda ahora, en Inti Raymi, antes de que el invierno feroz azotara en las altas cumbres y congelara los caminos.

-Sayani, sólo puedo hacer una cosa, por ellos y por vos.

Se levantó con cuidado y salió por un hueco al exterior. El cielo estaba estrellado y despejado, la montaña desde la orilla del río se veía imponente, monstruosa, pero todavía no había hielo en las cumbres. Volvió a entrar a la caverna y comenzó a preparar sus cosas.

-Promete que los vas a cuidar y, cuando sea el momento, harás lo que yo te dejé dicho. Mis padres los guiarán, el Sol y la Luna. Y vos serás recompensada.

Sayani era buena guardando secretos y haciendo promesas. Cuando Amaru partió, Sayani cerró la caverna con rocas y troncos de madera. Así, resguardó a los niños del exterior y los alimentó mientras pudo hasta que, cuando se acabó la comida y los blancos amenazaban los alrededores, dispuso de los instrumentos y los alimentos correspondientes para envolver a los pequeños en sábanas y prepararlos para la eternidad.

Antes de que pudiera terminar la labor de confeccionar las ofrendas, se escucharon estallidos muy cerca. Sayani se apuró como pudo, agarró el maíz disecado, la chicha y le dio de comer primero al niño, lo ciñó con unas telas gruesas y esperó hasta que dejara de respirar. Intentó hacer lo mismo con la niña, pero los enemigos se acercaban, la dejó adentro junto con su hermano muerto, cerró desde afuera la caverna de manera que nadie pudiera entrar y salió a buscar ayuda. No pudo volver, lejos murió, en manos de hombres desconocidos. El linaje de la serpiente, le había dicho Amaru, no podía perderse. El Tahuantinsuyu tenía que perdurar. Y llegaría un tiempo en el que se necesitaría, otra vez, de una ofrenda para calmar a los volcanes, a las guerras e incendios; un respiro, un resquicio de vida para las personas que habitarían el Kay Pacha, la Tierra, en la posterioridad.

 

La niña creció sola y, cuando fue más grande, juró cuidar a su hermanito, el único familiar que le quedaba y que tenía. Muerto, sí, pero vivo para nuestra cosmovisión. Esto cuenta al principio de todo el tocapus que Tati me encargó continuar, como a ella le había encargado la abuela hace años, tal y como a Cocha le había encargado su madre, y así sucesivamente. Sólo mamá se había salteado esta tradición, había negado este linaje hasta que nacimos nosotras. Yo la entiendo, la gente que no nos conoce, que no sabe siquiera quién es papá, aunque le cante a una bandera con su rostro ondeando en la plaza, mira con malos ojos que cuidemos a un muerto.

Tati partió ayer y se llevó a hermanito. Estoy sola en casa, y no salgo para nada, así que me entretengo con tata haciendo genealogías de nombres. “Tati” es la abreviatura de “Katari”, que significa “serpiente”. Ella se lo cambió, siempre temerosa de tener que cumplir con el destino de su ancestra. El mío es una combinación de “Quilla” -“Luna”, como mamá- y “Lari”: “Quillari”, que significa “luz de luna” o “renacer”. Siempre en casa, sin salir porque las responsabilidades que tengo son muchas, paso el invierno como puedo.

Hoy por la mañana me despierta el ruido de las primeras gotas de lluvia de la estación, que caen contra la ventana y las chapas del techo. Es raro, hace cuánto que no escuchaba y sentía el agua correr mientras dormía; pero, claro, el tiempo pasa sin que yo lo note, y ya estamos en primavera. Unas manos me acarician el pelo. Abro los ojos, lentamente, son las manos tersas de la abuela. Cocha, otra vez, está en casa, junto a mí.

-Nunca vuelvas a irte, abue –le digo, abrazada a ella con todas mis fuerzas.

Quizás en años, como a Amaru siglos después, la encuentren a Tati viva allá arriba, intacta como si aún tuviera sus catorce años, y se la lleven para exhibirla en algún museo del mundo, sin saber siquiera quién fue. Mamá nunca nos dijo cuál es nuestro apellido. Si pudiera, inventaría uno y sería algo así de hermoso como las orquídeas del patio que florecieron afuera, gracias a la lluvia y la abuela. “Waqanki”, así las llamaban los antiguos incas. Nos llamaríamos Katari y Quillari Waqanki.

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