La marcha nocturna
Por y para Steinlen
El gato dormía; no tenía sueño
pero lo hacía igual, obligado por esa inercia que tienen los animales que es
dormir. Auto-obligado –pero no sin gusto- el gato respiraba profundamente, los
pelos de la barriga se movían hacia arriba y hacia abajo como pequeñas olas
mientras él se sumergía en los sueños, esas cavernas profundas de la mente que
no sólo los hombres saben esconder.
Dalí y Carrington se hubiesen
asombrado de aquellas tierras que recorría, hubiesen –y esto seguro- conseguido
muchas ideas extrañas y seres amorfos para sus pinturas. Pero no, sus sueños se
acercaban más a Steinlen, sobre todo aquella marcha nocturna que emprendía por
las calles de una anónima ciudad.
Rondaba entre los recovecos de
los edificios, de pared en pared y de techo en techo, un salto y ¡allí vamos!
Daba vueltas sin rumbo, seguido sólo por el susurro del viento y cada tanto por
alguna hoja remolona barrida a su paso. Dónde estaba la gente, pensaba. Dónde
los pasos y los ruidos. Tranquilo y deslizándose por una callecita estrecha,
jugaba al detective, a buscar secretas huellas sobre los adoquines, un aroma a
pancito en el aire, una gatita con quien jugar. Pero no había trazas ni marcas
en la ciudad, ni siquiera un hilo de lana como los que había siempre en casa
para seguirlo, conduciendo a la última pista del imaginado delito. Estaba solo,
la ciudad era un desierto.
Continuó entonces su marcha
azarosa. Y dónde están las ratas, preguntaba, y dónde las palomas y esos perros
idiotas, y dónde… ¡pero cierto! Miró al cielo, con su capa negra y ese ovillo
gigante, blanco y brillante: la luna imponiéndole su majestuosa inmensidad a un
ser tan chiquito. ¡Era de noche! Qué buen detective, siempre tan inteligente;
se felicitó por esto lamiéndose las patas y la cara. Ahora se dedicó
simplemente a pasear, sin ocurrírsele ninguna otra búsqueda, sin tener otra
preocupación. Saltó a un techo bajo y luego siguió como en una escalera
subiendo a otros edificios más altos; desde allí veía la ciudad con sus luces
pero apagada, melancólica. El silencio no mentía… y al gato le gustaban los
miles de puntitos en el cielo, los miles de árboles a medio caer, las tejas
oscuras, la luna sobre las veredas viejas, sobre el horizonte…
Enredado entre esas hermosas
imágenes, sintió una vibración con la oreja izquierda, una extraña melodía y
tanto fue el temblor que se dobló e impulsó hacía adelante, cayendo con las
patas delanteras sobre el tejado de un viejo almacén. Dónde… allí, en la
calle…. No, no esa, la otra… sí…. ¡Allí! Calle abajo, sus ojos no le engañaban,
había una marea moviéndose, un río peludo y de diferentes colores, una fiesta.
Miles y miles de gatos avanzaban calle abajo, hacia las afueras de la ciudad.
Una cantidad increíble, nunca había visto a tantos; llenaban las veredas,
apenas podían avanzar agolpándose y pisoteándose las patitas. Maullaban y
articulaban sonidos variados en canciones y melodías pegadizas. El gato seguía
en el tejado absorto, quería acompañarlos y sin saber hacia dónde se dirigían
se sumó a la marcha nocturna bajo la luz de la luna. Era un éxodo, vamos, vamos
hacia otro lugar… allí en el horizonte.
Qué extraño, a dónde iremos,
preguntaba el gato. Algunos lo miraban y seguían la caminata, otros le daban un
leve empujoncito o un roce con la cola. Enredado en las melodías maravillosas
oyó que se dirigían al monte donde todo era eterno, al monte donde los gatos
danzaban y se despojaban de sus vestidos y modales… al Monte Kotka.
Miró hacia el horizonte y justo donde la luna
amenazaba unirse con la Tierra, justo en ese punto había un monte, con una
torre en la cima. Era gigante, parecía un castillo con una punta menada y en
forma de… ¿gato? No podía definirlo, había mucha oscuridad… ya dejaban atrás a
la ciudad, las últimas casas, el asfalto y los últimos adoquines. Monte Kotka,
donde no hay fronteras, le decían algunos al pasar; donde no hay límites sino
puro juego. Las paredes son de lana, hay botas, tules, plumas y pescados, colores
y burbujas en los cielos. Realmente la marcha valía la pena… Si antes estaba inseguro ahora no temía. Incluso
comenzó a cantar, pues ¡por un asilo la marcha vale siempre la pena!
El mar estaba lleno de manchas
color café, anaranjado, negro, beige, los pelos y las colas proyectaban
extrañas sombras, la luna las agrandaba, las movía de aquí para allá… Todo era
una sinfonía cósmica y maravillosa. Alcanzarían el monte, serían felices y…
-Carámbano, Carámbano.
Serían felices y podrían….
-Carámbano, vení.
Podrían hablar sin preocuparse
por los otros, iban a…
-Carámbano.
Vivir para siempre...
-Carámbano, vení
inmediatamente, vení que el agua…
El gato abrió los ojos
enseguida, se tiró para atrás asustado. Había sido arrancado del mundo, de una
caminata hermosa y ahora…
-Vení amorcito, no seas así.
Una cosa gorda y fea con un
vestido rosa y chillón lo agarró de la panza. El gato tironeó y maullando
repetía ¡Monte Kotka! ¡Monte Kotka!
-¡A ver Carámbano! –la cosa
gorda y humana se enojó-. Vamos a bañarnos, y punto.
El gato la miró con sus dos
líneas ovaladas y voraces.
Y cómo no iba a protestar, cómo
no iba a arañarle, a cortarle la cara y huir, si lo habían sacado de sus
sueños, estúpidos humanos, si había alcanzado el Edén gatuno.