Cuento "recomendado" por un concurso de la página Liibook, en el 2013
La historia en un retazo
“Me siento perdido, sin rumbo, no sé.
Tal vez el futuro me encuentre mejor; tal vez la vida de mí se olvidó,
dejándome atrás muy solo...”
¿Quién podría
saber las tantas verdades que alberga el olvido? Si uno se detuviese a pensar
en todo lo que el hombre ha dejado y deja constantemente atrás... Estos pensamientos me vinieron a la cabeza
cuando paseaba por la playa y me encontré en la orilla, en medio de un mar
tortuoso y negro, un viejo escudo agrietado. Apurado para que no se lo llevaran
las olas lo tomé, no sin cierto temor y extrañeza; el simple tacto me remontó
años atrás, a una época en la que no había vivido pero que sabía yo que existía.
Me encontré
pues en una Edad Media, rodeado de polvo y acero, en medio de una aldea muy
pobre. Todo era ruido y alboroto. Quise imaginar que se preparaban para la
guerra, una cruzada tal vez; todos querían unirse, hasta los más desdichados
con sus mejores intenciones.
Una imagen;
una choza; un joven saliendo de ella, con un escudo en el brazo. Había pasado
años colgado en las paredes de esa humilde casa, en silencio, en paz; no
esperaba a nadie que lo sacara de su ensueño, de esa condición de los objetos
como simple decoración, hasta que se vio obligado a dejar su lugar, perturbado
por una guerra –porque una guerra
perturba a todos por igual-. El escudo entonces estaba allí, en los brazos
temblorosos del chico. En Jerusalén, quiero creer, peleó muy valientemente
antes de morir.
Perdía
rastros del escudo en aquella época, pero los vientos me trajeron un aroma a
incienso y agar; mi cabeza voló a las murallas de Damasco, unos trescientos
años más tarde, y sin dudarlo remonté la historia del mismo a aquella ciudad.
Estaba en un mercado, escondido entre un montón de cosas, sin dueño ni hogar.
Durante los años siguientes viajó por los desiertos; llegó a formar parte de
ejércitos turcos y musulmanes, hostilizado por fuerzas enemigas y culpado por
una guerra de la que no era culpable.
Mientras la
arena me revolvía los ojos, supuse que el escudo había llegado a Egipto siglos
más tarde. Entraba en barco por El Nilo, en uno de sus tantos viajes, camino a
Menfis. De allí se me ocurrió trasladarlo a Alejandría, en donde podía conectar mejor los cabos sueltos
de la historia. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que llegaran el ejército y
las expediciones napoleónicas: unos soldados lo meten en un cofre a escondidas
de sus superiores, como botín de guerra; pero esa misma noche el barco naufraga
al recibir hostilidades británicas en el Mediterráneo. Así, un laberinto de
posibilidades se abría en mi imaginación. Preferí pensar que lo agarraron los
británicos, en plena revolución industrial.
Llegar a Gran
Bretaña debe haber sido un “gran” salto en el tiempo para el escudo. Había
permanecido ajeno al descubrimiento de América, a la Revolución Francesa, a
tantas guerras y a tantas paces. Después de un breve silencio lo encuentro en
un museo, en Bélgica. Allí reposaba tranquilamente, viendo a la gente pasar
mientras esta se admiraba ingenuamente de su bello color, sin saber todo lo que había detrás de ese pedazo
de acero.
Lamentablemente
ese momento de fama le dura poco; por esos años estallan las contiendas
sociales y, durante la Segunda Guerra Mundial, el museo en el que descansaba
sus llagas de tanto caminar es destrozado. De ahí en adelante todo es silencio.
No sé qué sucedió con él luego de ser aplastado por tanques y balas. ¿Qué otros
brazos había acompañado? Supongo que algún viaje en avión lo rescató. O fue
visto como hojalata y tirado al mar. O... elegí un camino erróneo encerrándome
en el laberinto de historias que inventé. ¿Quién sabe? Al fin y al cabo, todo
queda en el olvido; uno nunca podrá saber la verdad del pasado.
Volví a la
realidad. El horizonte estaba negro.
Un relámpago
cruzó el cielo; iba a comenzar a llover. Había pasado todo el día parado, creando
situaciones y situaciones para el escudo, pero todavía no sabía cómo había
llegado a mis manos. Busqué a mi alrededor a alguien, un barco, una pista, pero
nada, sólo estaba el escudo y yo. Parecía como si este momento hubiese estado
destinado a existir, desde el momento en que fue despegado de la pared, en que
unas débiles manos, llenas de esperanza, lo tomaron, pasando de hombre a
hombre, acompañando mil novelas y cada una de ellas diferente. Ahora era mi
turno, pues, de dejar una marca en ese retazo de historia.
Una gota de
lluvia me cayó en los ojos. Conociendo el pasado no quería repetirlo; no quería
cometer los mismos errores de los demás, llevados por sus ambiciones
personales. Este escudo, después de tantos años a la deriva, sin una casa, sin
un verdadero hogar, como nosotros, merecía un lugar en el mundo. Decidí
llevármelo a casa; lo coloqué en la pared, en donde todo comenzó, y desde ese
momento volvió a ser parte de una familia, como la que había tenido mil años
atrás.