Hoy me toca traer al blog algo sobre literatura: "El hombre enfundado". Lo leí hace unos días y lo quiero compartir con todos ustedes, pues creo que es un cuento corto que realmente vale la pena leer.
Fue escrito por Anton Chéjov (1860-1904): destacado médico, escritor y dramaturgo ruso, es considerado el representante más destacado de la escuela realista en Rusia; su obra es una de las más importantes de la dramaturgia y la narrativa de la literatura universal. Sus cuentos cortos forman parte de aquellos indispensables en la literatura universal.
"El hombre enfundado" retrata perfectamente el encerrarse en uno mismo, la desidia frente al mal, huir de la realidad. Su estilo resalta la soledad, la propia ignorancia; retrata perfectamente las gotas de viento que corren por el aire y el ruido de las hojas cuando caen. Me parece extraordinario, no sólo en este cuento sino en varias obras suyas, la manera de relatar las situaciones: argumentos simples, concisos y con un toque humorístico o sarcástico que muchos escritores rusos tienen. En este cuento se plantea verdaderamente la situación del hombre frente al mundo, cuyas respuestas tratamos de eludir muchas veces.
Creo que no vale la pena leer ésta pequeña reseña que acabo de hacer: ustedes mismos descubran lo que este cuento tiene para decirnos (no sé cómo hacer para que directamente lo puedan descargar, así que se los puse directamente acá en el blog, mil disculpas)... DISFRÚTENLO!!!
Pd: Acá tienen un link para verlo mejor desde otra página...
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/hombreen.htm
Está bueno utilizar internet como un instrumento para llegar al que no puede o no tiene forma de comprarse un libro. Es una forma de llegarle al otro y de expandir la literatura, que al fin y al cabo es lo que deseo hacer.
Fue escrito por Anton Chéjov (1860-1904): destacado médico, escritor y dramaturgo ruso, es considerado el representante más destacado de la escuela realista en Rusia; su obra es una de las más importantes de la dramaturgia y la narrativa de la literatura universal. Sus cuentos cortos forman parte de aquellos indispensables en la literatura universal.
"El hombre enfundado" retrata perfectamente el encerrarse en uno mismo, la desidia frente al mal, huir de la realidad. Su estilo resalta la soledad, la propia ignorancia; retrata perfectamente las gotas de viento que corren por el aire y el ruido de las hojas cuando caen. Me parece extraordinario, no sólo en este cuento sino en varias obras suyas, la manera de relatar las situaciones: argumentos simples, concisos y con un toque humorístico o sarcástico que muchos escritores rusos tienen. En este cuento se plantea verdaderamente la situación del hombre frente al mundo, cuyas respuestas tratamos de eludir muchas veces.
Creo que no vale la pena leer ésta pequeña reseña que acabo de hacer: ustedes mismos descubran lo que este cuento tiene para decirnos (no sé cómo hacer para que directamente lo puedan descargar, así que se los puse directamente acá en el blog, mil disculpas)... DISFRÚTENLO!!!
Pd: Acá tienen un link para verlo mejor desde otra página...
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/hombreen.htm
Está bueno utilizar internet como un instrumento para llegar al que no puede o no tiene forma de comprarse un libro. Es una forma de llegarle al otro y de expandir la literatura, que al fin y al cabo es lo que deseo hacer.
El hombre enfundado
- I -
En un extremo
de la aldea Mironositsky, en la porchada del alcalde Prokofy, se habían
instalado para pasar la noche dos cazadores llegados al pueblo mucho después de
anochecer: el veterinario Iván Ivanovich y el maestro de escuela Burkin.
Iván
Ivanovich tenía un donoso apellido: Chimcha-Guimalaysky, cuya pomposidad estaba
en contradicción con la modestia de su persona. En toda la comarca se le
llamaba, sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de la ciudad, en una
hermosa finca, donde se dedicaba a la cura de las enfermedades equinas. Aquel
día había salido de casa para airearse un poco.
Burkin vivía
en la ciudad; pero pasaba todas las vacaciones de verano en la finca del conde
P..., y era también muy conocido en la comarca.
Ni uno ni
otro podían dormirse.
Iván
Ivanovich, alto, enjuto, entrado en años, canoso, bigotudo, fumaba su pipa
sentado junto a la puerta abierta de la porchada. La luz de la Luna le daba de
lleno en el rostro. Burkin yacía sobre un montón de heno, en el fondo del
aposento, sumergido en la oscuridad.
Hablaban de
la alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte y despejada, que no había salido en toda
su vida de la aldea y no había visto nunca la ciudad ni el ferrocarril. Hacía
algunos años que sólo salía a la calle por la noche.
- No tiene
nada de extraño -dijo Burkin-. Hay entre nosotros mucha gente que ama la
soledad y que se complace en permanecer siempre en su concha, como los
caracoles. Acaso se trate de un atavismo, de un retorno a la época en que
nuestros ascendientes aún no eran animales sociables y vivían aislados en sus
cavernas. Quizás sea ésa una de tantas variedades de la naturaleza humana.
¡Quién sabe! Yo no me dedico al estudio de las Ciencias Naturales, y no tengo
la pretensión de resolver tales problemas. Quiero decir tan sólo que hay mucha
gente como esa pobre Mavra. Hará unos dos meses murió en la ciudad un tal
Belikov, compañero mío de profesorado en el Liceo, donde explicaba griego.
Habrá usted oído hablar de él. Llegó a adquirir, por sus costumbres, cierta
celebridad. Siempre, aunque hiciera un tiempo espléndido, llevaba chanclos,
paraguas y un abrigo con forro de algodón. Se diría que todas sus cosas estaban
enfundadas: cubría su paraguas una funda gris, llevaba el cortaplumas en un
estuchito, hasta su rostro, que ocultaba casi por entero el cuello de su
abrigo, parecía enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de
franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche hacía al
cochero levantar la capota. En fin, procuraba siempre envolverse en algo que le
ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse del
mundo entero, defenderse de las influencias exteriores. Era esto en él una
tendencia apasionada, irresistible. La vida real lo irritaba, lo asustaba, le
inspiraba una angustia constante. Quizás para justificar este odio, este miedo
a cuanto lo rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las excelencias del
pasado, encomiando las cosas que no existían en realidad. El griego que
explicaba era para él también como unos chanclos o un paraguas con que se
defendía de la vida real. «¡Qué sonora, qué melodiosa es la lengua griega!»
-decía con voz suave.
Y en apoyo de
su afirmación guiñaba un ojo, levantaba el dedo y pronunciaba: «¡Antropos!»
Belikov
procuraba enfundar asimismo su pensamiento. Lo único comprensible y claro para
él eran las circulares gubernativas en que se prohibía algo y los artículos
periodísticos en que se aplaudían las prohibiciones. Cuando una circular
prohibía a los colegiales salir a la calle después de las nueve de la noche o
cuando un artículo periodístico tronaba contra la ligereza de las costumbres,
la cosa para él era clara, indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero
cuando leía que se autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo sospecho y
extraño. Si las autoridades de la ciudad concedían autorización para abrir un
círculo de artistas-aficionados, una biblioteca, un «club», sacudía tristemente
la cabeza y decía:
- Claro, todo
eso está muy bien; pero... temo las consecuencias.
Toda
infracción de las reglas establecidas; toda desviación del camino trazado por
las circulares, lo ponían triste y perplejo, aunque se tratase de asuntos en
los que él no tuviese para qué inmiscuirse. Si alguno de sus colegas llegaba
con retraso a misa o no se conducía en absoluta conformidad con las reglas
establecidas; si alguna profesora se paseaba de noche en compañía de un joven,
Belikov parecía presa de profunda angustia y le decía a todo el mundo, con
trágico acento, que aquello acabaría mal. En los consejos pedagógicos aburría a
sus colegas con sus interminables temores y aprensiones, con su prudencia
exagerada, con sus lamentaciones acerca de la juventad escolar, que, según él,
se conducía muy mal, hacía demasiado ruido.
- Eso puede
tener consecuencias enojosas -decía lleno de espanto-. Si las autoridades se
enteran de la mala conducta de los colegiales..., ¿comprenden ustedes?... Acaso
conviniera expulsar del colegio a Petrov y a Egorov, para que no contaminasen
con su mal ejemplo a los demás...
Parecerá
inverosímil; pero sus suspiros constantes, sus lamentaciones, sus gafas oscuras
sobre el rostro menudo y pálido de animalejo espantado ejercían una influencia
deprimente en sus colegas, que acababan por dejarse convencer: se castigaba a Petrov
y a Egorov, y, a la postre, se los expulsaba.
Belikov
visitaba con frecuencia a sus colegas. Llegaba, se sentaba y, sin decir
palabra, miraba alrededor como buscando algo sospechoso. Permanecía así una o
dos horas, y se iba. A aquello lo llamaba «mantener buenas relaciones con sus
compañeros». Se advertía que tales visitas le desagradaban; pero las
consideraba un deber. Sus colegas le tenían miedo. Hasta el director del
colegio se lo tenía. La mayoría de los profesores eran personas inteligentes,
honorables, de ideas progresivas, de espíritu cultivado por la lectura de los
mejores escritores, y, sin embargo, aunque parezca absurdo, aquel hombrecillo,
que siempre llevaba chanclos y paraguas, ejercía un gran influjo sobre ellos, y
durante quince años fue el amo absoluto del colegio. ¡Y no solo del colegio, de
toda la ciudad! Las señoras no se atrevían a celebrar en su casa funciones
teatrales las vísperas de fiesta, por temor a Belikov; los curas no se atrevían
a jugar a la baraja delante de él. Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad
no se atrevían a nada. Todo les daba miedo. Les daba miedo hablar en voz alta,
escribir cartas, trabar nuevas relaciones, leer libros, socorrer a los pobres,
enseñarles las primeras letras a los analfabetos.
- II -
Burkin tosió,
hizo una corta pausa, encendió su pipa apagada, miró a la Luna y continuó:
- Sí, todos
éramos personas instruidas, inteligentes, que habíamos leído a Turguenef, a
Tolstoi, a Bucles, etc., y, sin embargo, nos inclinábamos ante Belikov. Hay
cosas extrañas... Vivía en la misma casa que yo y en el mismo piso. Nos veíamos
con frecuencia, y yo conocía su vida íntima. En su casa se mantenía igualmente
fiel a sus costumbres. Vestía siempre una bata y se tocaba con un gorro. No
abría nunca los postigos de las ventanas, y tenía las puertas cerradas con
innumerables cerrojos. Y él mismo sometíase a restricciones, a prohibiciones,
temeroso de consecuencias enojosas. Los días de ayuno no comía nada de lo
prohibido por la Iglesia y se contentaba con pescado; no tenía criada, por
temor a que le achacasen relaciones íntimas con ella; un viejo sesentón,
borracho y tímido, le guisaba y le hacía todos los servicios domésticos. Se
llamaba Afanasy. Solía permanecer horas y horas a la puerta de la habitación de
Belikov cruzadas las manos sobre el pecho y murmurando cosas como la siguiente:
- ¡Dios mío,
cuánta gente sospechosa hay!
Y al decir
esto lanzaba un gran suspiro.
La alcoba de
Belikov era pequeñísima, y el profesor parecía en ella guardado en una caja.
Cuando se acostaba tapábase hasta la cabeza con la sábana. Hacía calor; silbaba
fuera el viento; se oía en la cocina gruñir y suspirar a Afanasy. Y Belikov,
bajo la sábana, tenía miedo. Tenía miedo de Afanasy, a quien se le podía
ocurrir la idea de matarle; tenía miedo de los ladrones. Toda la noche lo
atormentaban pesadillas. Por la mañana llegaba al colegio, sombrío y pálido. El
colegio, con sus centenares de alumnos y sus numerosos profesores, le daba
miedo: hubiera preferido continuar solo, encerrado en su concha.
- ¡Dios mío,
qué ruido! -decía para justificar su mal humor-. ¡Esto es abominable!
Cosa
asombrosa, inverosímil: ¡aquel hombre enfundado estuvo una vez a punto de
casarse!
Burkin hizo
una nueva pausa, se envolvió en una nube de humo y prosiguió:
- ¡Sí, como
lo oye usted, a punto de casarse!
- ¡No, usted
bromea! -contestó Iván Ivanovich.
- ¡Palabra de
honor! Mire usted cómo fue. Un día llegó a la ciudad un nuevo profesor de
Geografía e Historia, un tal Mijail Savich Kovalenko. Lo acompañaba su hermana,
llamada Vasia. Eran de origen ucranio; el hermano era un mocetón, joven aún,
muy moreno, con unas manos enormes; sólo con mirarle se adivinaba que tenía voz
de bajo, y, en efecto, cuando hablaba, su voz parecía salir de un tonel vacío:
«bu-bu-bu...» La hermana era mayor, de unos treinta años, también muy alta,
morena, de ojos negros, de mejillas sonrosadas; en fin, una muchacha muy
apetitosa. Hablaba por los codos, era muy risueña, cantaba canciones ucranias.
Daba gusto oír su risa franca y alegre: ¡ja, ja, ja!
Conocimos a
los Kovalenko en un baile que dio el director del colegio con motivo de su
cumpleaños. Entre los profesores de aspecto severo, que se conducían incluso en
los bailes como si cumpliesen un penoso deber, aquella señorita parecía una
Afrodita, surgida de las espumas del mar. Reía, bailaba, animaba el salón con
la música de su voz sonora. Nos cantó algunas canciones ucranias. En fin, nos
encantó a todos, sin exceptuar a Belikov. El profesor se sentó junto a ella y
le dijo, con una sonrisa suave:
- La lengua
ucrania, por su sonoridad y su melodía, se parece a la lengua griega.
Aquello
halagó a Varenka, que empezó a hablarle,con énfasis y entusiasmo, de su casa en
Ucrania; de su madre, que vivía allí; de las sandías, de los pepinos y de otras
exquisiteces que se criaban en su huerto. No se criaban por aquí cosas tan
exquisitas.
- ¡Y si viera
usted qué magnífica sopa de legumbres comemos en nuestra bella Ucrania!
Oyendo su
conversación se nos ocurrió a todos, de pronto, la misma idea:
- ¡Y si los
casáramos! -me dijo, por lo bajo, la mujer del director.
Diríase que
hasta aquella noche no habíamos parado mientes en el celibato de Belikov.
Estábamos asombrados de no haber pensado hasta entonces en aquel aspecto de su
vida íntima. ¿Qué opinión tendría de la mujer? ¿Cómo resolvería tan grave
problema? Hasta aquel momento no nos habíamos hecho tales preguntas, acaso
creyendo imposible que un hombre que llevaba en todo tiempo clanclas y se
ocultaba temeroso en su concha pudiera enamorarse.
- Hace mucho
tiempo que él ha pasado de los cuarenta; ella tiene treinta años -añadió la
directora-. Creo que se casaría con él muy gustosa.
¡Dios mío,
cuántas tonterías, cuántas estupideces se hacen en provincias sólo para pasar
el rato; cuántas cosas inútiles, y a veces absurdas, se inventan sin otra razón
que no tener qué hacer! ¿Cómo demonios se nos ocurrió la idea de casar a
Belikov, a quien ni siquiera se podía uno imaginar en el papel de marido, de
padre de familia? Y no obstante, todo el mundo se aplicó con ardor a la realización
del proyecto. La directora, la inspectora y las mujeres de los profesores se
animaron de pronto, y hasta se embellecieron, como si hubieran encontrado
súbitamente un ideal que llenase su vida.
Algunos días
después la directora tomó un palco en el teatro e invitó a Belikov y a Varenka.
Varenka, haciéndose aire con el abanico, parecía feliz, alegre; él estaba tan
abatido y asustado, que diríase que acababa de ser sacado de su casa a tirones.
Transcurridas
algunos días más las señoras se empeñaron en que yo diese un baile en mi casa e
invitase a Belikov y a Varia.
Habíamos
adquirido la certidumbre de que Varenka se casaría gustosísima con Belikov, con
tanto más motivo cuanto que no era muy feliz en casa de su hermano, que era un
buen muchacho, pero tenía la manía de discutir acerca de todo. Hermano y
hermana se pasaban la vida entregados a acaloradas discusiones, que ni en la
calle interrumpían. He aquí, por ejemplo, una escena: Kovalenko, el mocetón
robusto, engalanado con una camisa ucrania bordada, desbordante bajo el
sombrero la espesa cabellera, marchaba junto a su hermana, en una mano un
paquete de libros, en la otra un grueso bastón, espanto de los perros. Ella
también llevaba en la mano unos libros.
- Pero,
Miguelito, estoy segura de que no has leído ese libro. ¡Te juro que no lo has
leído! -decía ella en voz tan alta, que se le oía desde la otra acera.
- ¡Y yo te
digo que lo he leído! -gritaba el hermano, golpeando el suelo con el bastón.
- ¡Dios mío,
no comprendo por qué te enfadas, Miguel! No es una discusión de principios, y
debías oírme con calma.
- ¡Pero si
estoy diciéndote que no he leído ese libro y tú te emperras en lo contrario!...
En casa
ocurría lo mismo: disputaban, gritaban, se enfadaban, sin que la presencia de
personas extrañas los contuviese.
Era muy
natural que a Varia la aburriese una vida así. Soñaba con fundar un hogar
propio. Además, como ya no era joven, casi había perdido la esperanza de
casarse, y aceptaría el matrimonio con cualquiera, aunque fuera con Belikov.
Lo cierto es
que se mostraba propicia a nuestro proyecto, y dejaba hacer...
Belikov no
cambiaba. Visitaba de cuando en cuando a Kovalenko, como a todos sus demás
colegas. Se pasaba horas enteras sin decir esta boca es mía. Varenka le cantaba
canciones ucranias, lo miraba soñadoramente con sus grandes ojos negros, y a
veces prorrumpía en alegres carcajadas:
- ¡Ja, ja,
ja!
En empeños de
amor, sobre todo cuando hay en ellos miras matrimoniales, la sugestión juega un
gran papel. Todos los profesores y las señoras dieron en la flor de asegurarle
a Belikov que debía casarse, que no le quedaba otro refugio que el matrimonio;
lo felicitábamos, le hablábamos de la necesidad de crear un hogar. Además,
Varenka era bastante guapa, inteligente, de buena familia; poseía en Ucrania una
finquita. Luego, era la primera mujer que le había manifestado algún cariño, lo
que lo conmovió, le hizo perder la cabeza y lo decidió a casarse.
- Aquél era
el momento indicado para despojarle de los chanclos y el paraguas -dijo Iván
Ivanovich.
- Eso era
imposible, como va usted a ver. Pero déjeme contárselo todo... Pues bien:
Belikov colocó sobre su mesa el retrato de Varenka. Solía visitarme para hablar
de ella, de la vida de familia, de la extrema importancia del matrimonio. Casi
diariamente iba a casa de los hermanos Kovalenko; pero no cambió en nada sus
costumbres. Por el contrario, su decisión de casarse ejerció sobre él una
influencia funesta. Se puso más delgado y más pálido y parecía aún más metido
en su funda.
- Bárbara
Savichna me gusta -me decía con su leve sonrisa enfermiza-. Harto se me alcanza
que todo hombre debe casarse; pero..., mire usted, todo esto es para mí una
gran sorpresa; todo ha sucedido de un modo tan inesperado... Hay que pensarlo
mucho antes de dar ese paso decisivo...
- ¿Para qué
pensarlo? -le respondía yo- ¡Cásese usted, y asunto concluido!
- No; el
matrimonio es un acto demasiado grave. Ante todo, hay que pesar bien todos los
deberes que lleva consigo, todas las responsabilidades... De lo contrario, son
de temer consecuencias enojosas... Esto me inquieta de tal modo, que casi no
duermo... Además, se lo confieso a usted, tengo un poco de miedo. Ella y su
hermano son de una manera de pensar especial... Basta oír sus discusiones...
Son demasiado vivas, demasiado violentas... Si me caso con ella, tal vez tenga
disgustos. ¡Quién sabe!
Y no se
declaraba a Varenka, demorando la declaración todos los días, lo que enojaba
mucho a la directora y a nuestras señoras. Seguía siempre reflexionando, sobre
los deberes y las responsabilidades que lleva consigo el matrimonio. Sin
embargo, se paseaba todos los días con Varenka, acaso considerándolo un deber
en su situación. Y todos los días venía a mi casa para hablar más y más de la
iniportancia del paso que se disponía a dar. Probablemente hubiese acabado por
decidirse y se hubiera declarado a Varenka, contrayendo uno de esos matrimonios
estúpidos, insensatos, ¡que son tan frecuentes!, si no hubiera sobrevenido un
escándalo colosal, como dicen los alemanes.
Conviene
advertir que el hermano, Kovalenko, aborrecía a Belikov desde que le fue
presentado. «No concibo -decíanos, encogiéndose de hombros- cómo pueden ustedes
soportar a este espía, a este tipo repugnante. Es más: no comprendo cómo pueden
ustedes vivir en esta madriguera, respirando esta atmósfera densa, maloliente.
Este colegio no es una institución de instrucción pública; más bien parece un
puesto de policía... No; yo no puedo continuar aquí. Tendré paciencia una
temporada y luego me marcharé a mi Ucrania, donde pescaré con caña y les enseñaré
a leer y a escribir a los hijos de los campesinos, dejándolos a ustedes aquí en
compañía de Judas Belikov. ¡Dios mío, qué tipo!
Algunas veces
me preguntaba con tono de enojo: «¿Quiere usted decirme a qué viene a mi casa?
¿Qué se le ha perdido allí? Llega, se sienta y permanece horas enteras mirando
en torno suyo y sin decir palabra. ¡Es una cosa insoportable!»
Naturalmente,
evitábamos hablarle del matrinionio que su hermana se disponía a contraer con
Belikov. Y cuando la directora le insinuó que convendría casar a su hermana con
un hombre tan serio y respetable como Belikov, frunció las cejas y gruñó: «Eso
no me incumbe. Que se case, si quiere, con una serpiente. No me gusta meterme
en lo que no me importa.»
Y mire usted
lo que pasó. Un caricaturista misterioso hizo la siguiente caricatura: Belikov,
con chanclos, los pantalones remangados y el paraguas en la mano, se pasaba del
brazo de la señorita Kovalenko; debajo había una leyenda que decía: «Antropos,
enamorado.» Era un dibujo muy bien hecho, y el retrato de Belikov había salido
admirablemente. El caricaturista envió a todos los profesores del colegio y del
Liceo de señoritas y a no pocos empleados del Estado sendos ejemplares de su
obra, para la que debió de trabajar muchas noches.
Naturalmente,
Belikov recibió también un ejemplar. La caricatura le produjo malísima
impresión.
Era el día 1º
de mayo, y domingo. Habíamos organizado una excursión de todo el colegio al
bosque vecino. Estábamos todos citados a la puerta del centro docente. Salí de
casa en compañía de Belikov, que estaba lívido, abatido, sombrío, como una nube
de otoño.
- ¡Qué gente
más mala hay! -me dijo.
Sus labios
temblaban de cólera. Lo miré y me dio lástima.
Seguimos
nuestro camino y vimos de pronto aparecer, montados en bicicleta, a Kovalenko y
a su hermana. Varenka avanzaba risueña, la faz enrojecida.
- ¡Nos
dirigimos directamente al bosque! -nos gritó. ¡Qué hermoso día!, ¿eh? ¡Qué
delicia!
Momentos
después se habían perdido de vista.
Belikov se
había puesto como un tomate y parecía petrificado de asombro. Se había detenido
y me miraba fijamente.
- ¿Qué
significa esto? -me preguntó-. ¿Acaso los ojos me han engañado? ¿Es propio de
un profesor y de una mujer pasearse en bicicleta?
- ¿Por qué
no? -le dije-. Si les gusta...
- ¡Cómo!
-gritó asombrado de mi tranquilidad-. ¿Qué dice usted?
Estaba tan
dolorosamente sorprendido, que no quiso tomar parte en la excursión y se volvió
a su casa.
Al día
siguiente no hacía más que frotarse las manos nerviosamente y temblar. Se
advertía que no estaba bueno. Se fue del colegio sin acabar de dar sus
lecciones, cosa que no había hecho en su vida.
Ni siquiera
comió aquel día. Al atardecer se vistió muy de invierno, aunque hacía buen
tiempo, y se fue a casa de Kovalenko.
Varenka no
estaba en casa, y lo recibió el hermano.
- Siéntese
usted -lo invitó Kovalenko, frunciendo las cejas.
Acababa de
levantarse de dormir la siesta, y estaba de mal humor.
Belikov se
sentó. Durante diez minutos uno y otro guardaron silencio. Al cabo, Belikov se
decidió a hablar:
- Vengo a
verlos a ustedes -dijo, -para desahogar un poco mi corazón. Sufro mucho. Un
señor sin decoro acaba de hacer una caricatura contra mí y contra una persona
que nos interesa a ambos. Le aseguro a usted que yo no he hecho nada que
justifique esa abominable caricatura. Me he conducido siempre, por el
contrario, como debe conducirse un hombre bien educado...
Kovalenko no
respondía. Seguía malhumorado, y no manifestaba el menor deseo de sostener la
conversación.
Tras una
corta pausa continuó Belikov, con voz débil y triste:
- Quiero,
además, decirle a usted otra cosa... Yo hace tiempo que estoy al servicio del
Estado como pedagogo, mientras que usted acaba de empezar su servicio. Y creo
de mi deber, en calidad de colega más viejo, hacerle a usted una advertencia:
usted se pasea en bicicleta, y eso no es nada propio de un educador de la
juventud...
- ¿Por qué
razón?
- ¿Acaso
hacen falta razones? Me parece que es una cosa harto comprensible. Si un
profesor se pasea en bicicleta, ¿qué no podrán hacer los discípulos? ¡Podrán
andar cabeza abajo! Además, puesto que no está permitido por las circulares, no
se debe hacer... Ayer me horroricé al verle a usted en bicicleta..., y, sobre
todo, al ver a su hermana de usted. Una mujer o una muchacha, en bicicleta, es
un horror, un verdadero horror...
- Bueno, ¿y
qué quiere usted?
- Sólo quiero
advertirle. Es usted joven todavía y debe pensar en su porvenir. Debe usted
conducirse con suma prudencia, y, sin embargo, hace usted cosas... Lleva usted
camisa bordada en vez de plastrón, se le ve siempre por la calle cargado de
libros... Ahora esa bicicleta... El señor director se enterará de que usted y
su señora hermana se pasean en bicicleta, y después se sabrá, de seguro, en el
ministerio... Son de temer consecuencias muy enojosas...
- ¡El que yo
y mi hermana nos paseemos en bicicleta no le importa a nadie más que a
nosotros! -dijo Kovalenko, rojo de cólera- ¡Y si alguien se permite intervenir
en nuestros asuntos, lo enviaré a todos los diablos! ¿Ha comprenclido usted?
Belikov
palideció y se levantó.
- Si me habla
usted en ese tono, no puedo continuar la conversación -dijo-. Además, le
suplico que no hable así nunca, en mi presencia, de las autoridades. ¡Debe
usted respetar a las autoridades!
- ¡Pero si no
he dicho una palabra de ellas! -exclamó Kovalenko-. ¡Déjeme usted en paz! ¡Soy
un hombre honrado y me molesta hablar con un señor como usted. Detesto a los
espías.
Belikov
empezó, con mano nerviosa, a abotonarse. En su faz se pintaba el horror. Era la
primera vez que se le decían cosas semejantes.
- Puede usted
decir lo que le dé la gana -contestó, saliendo-. Pero debo prevenirle: alguien
puede haber oído nuestra conversación, y para que no la interprete mal y no
haya consecuencias enojosas que lamentar, creo mi deber contárselo todo al
señor director.
- ¿Quieres
denunciarme, canalla? ¡Muy bien, largo!
Hablando así,
Kovalenko asió a Belikov por la nuca, y lo empujó con tanta fuerza, que lo hizo
caer y rodar por las escaleras. Como eran altas y muy pinas, el pobre profesor
de Griego llegó abajo molido. Lo primero que hizo al levantarse fue echarse
mano a las narices para convencerse de que no se le habían roto las gafas.
Luego, de pronto, vio al pie de la escalera a Varenka con otras dos damas; lo
habían visto rodar, lo cual era para él lo más terrible: hubiera preferido
descalabrarse o romperse ambas piernas a la perspectiva de ser objeto de las
zumbas de toda la ciudad. ¡Todo el mundo se enteraría de que Kovalenko lo había
tirado por las escaleras! Todos lo sabrían: el director, las autoridades. Se le
haría otra caricatura, la gente se burlaría de él. Aquello acabaría muy mal: se
vería obligado a dimitir. ¡Qué desgracia, Señor!
Varenka,
viéndolo mohino, la ropa en desorden, lo miraba sin comprender lo que había
sucedido. Creyendo que su caída había obedecido a un traspiés, prorrumpió en
carcajadas alegres y sonoras:
- ¡Ja, ja,
ja!
Aquella
hilaridad ruidosa fue el remate de todo: de los proyectos matrimoniales de
Belikov y de la propia existencia del profesor.
Belikov ya no
oyó ni vio nada.
Llegó a su
casa, quitó de encima de la mesa el retrato de Varenka, se acostó y no volvió a
levantarse.
Tres días
después vino a mi casa su criado Afanasy y me dijo que era necesario ir a
buscar un médico pues su amo parecía gravemente enfermo.
Fui a ver a Belikov.
Estaba acostado bajo el baldaquino, tapado con la colcha, y guardaba silencio.
Todos mis intentos de hacerle hablar fueron vanos: sólo contestaba con síes o
noes. Afanasy, junto a la cama, suspiraba sin cesar y exhalaba un fuerte olor a
vodka.
Un mes
después Belikov falleció.
Le hicimos un
entierro solemne. Formaban el cortejo fúnebre escolares de todas las escuelas
de la ciudad. En el ataúd, la expresión de su faz era suave, casi alegre:
diríase que le complacía verse, al cabo, metido en un estuche del que ya no
saldría nunca. ¡Había realizado su ideal!
Como para
halagarle, el tiempo, el día del entierro, fue sombrío, lluvioso, y llevábamos
todos chanclos y paraguas.
Varenka
asistió al entierro; cuando se colocó el ataúd en la tumba vertió algunas lágrimas.
Mirándola, me percaté de que las mujeres ucranias, o ríen como locas, o lloran:
su humor nunca es tranquilo, sereno.
Confieso que
enterrar a gente como Belikov constituye un gran placer. Aunque al volver del
cementerio se pintaba en nuestros semblantes la tristeza, como es de rigor en
ocasiones semejantes, aquello era una máscara que ocultaba nuestro contento;
todos nos sentíamos muy felices, como en nuestra infancia, cuando las personas
mayores se ausentaban y nos dejaban por algunas horas o por algunos días en
plena libertad. ¡Ah, la libertad! ¡Qué tesoro! Sólo una ligera alusión a la
libertad, la vaga esperanza de ser libres, da alas a nuestra alma.
Sí; volvimos
del cementerio de muy buen humor, esforzándonos en ocultarlo.
Los días se
deslizaron. La vida siguió su curso habitual: aquella vida severa, fatigosa,
estúpida, entorpecida por toda suerte de prohibiciones, privada de libertad. La
muerte de Belikov no la hizo más fácil; Belikov había muerto; pero ¡cuántos
hombres enfundados existían aún sobre la Tierra y habían de existir durante
mucho tiempo!
- Es verdad
-dijo Iván Ivanovich-. Sobre todo, entre nosotros no faltan.
- ¡Y no será
fácil desembarazarse de ellos!
Burkin salió
de la porchada. Era un hombrecillo grueso, completamente calvo, con una gran
barba negra que le llegaba hasta cerca de la cintura. Dos perros de caza
salieron tras él.
- ¡Qué Luna!
-dijo mirando al cielo.
Era ya media
noche. A la derecha, bajo la blancura lunar, se extendía la aldea; la calle, de
cerca de cinco kilómetros, se perdía en la distancia. Todo estaba sumido en un
sueño dulce y profundo. Nada se movía, no se oía el menor ruido. Parecía
increíble que un silencio tal pudiera existir en la Naturaleza.
Cuando en una
noche de luna se contempla la ancha calle aldeana con sus casas y sus montones
de trigo, una gran serenidad envuelve el alma. En su reposo, hundida en la
noche, la aldea, olvidadas sus penas, cuidados y dolores, se reviste de un
suave encanto melancólico; las estrellas la miran con cariño; diríase, en tales
momentos, que no existe el mal sobre la tierra, que todo es en ella
bienandanza.
A la
izquierda, al extremo de la aldea, comenzaba el campo, cuya amplitud se
dilataba hasta el horizonte. Y todo aquel enorme espacio, inundado de luna,
yacía también en silencio, tranquilo, sumido en un sueño profundo.
- Sí, el
pobre Belikov -dijo Iván Ivanovich- era un hombre enfundado... Pero nosotros,
que vivimos en esa abominable ciudad, en sucias y estrechas casas, entre
papeles inútiles y, con frecuencia, estúpidos, que jugamos a las cartas, ¿no
estamos también enfundados? Nosotros, que pasamos la vida entre gandules y
parásitos, entre gentes ruines y mujeres ociosas y necias, ¿estamos más al aire
libre?... Si quiere usted, le contaré una historia muy interesante a este respecto...
- No, es hora
de dormir -contestó Burkin- ¡Hasta mañana!
Entraron en
el porche y se acostaron sobre el heno.
- ¡No es nada
feliz nuestra vida! -suspiró Iván Ivanovich, volviéndole la espalda a Burkin-.
Sólo vemos en torno nuestro embusteros e hipócritas, y hay que soportar todo
eso; no hay bastante valor para decirle a un idiota que lo es ni para decirle
que miente a un embustero; no nos atrevemos a declarar abiertamente que toda
nuestra simpatía la merecen los hombres honrados y libres, que, a pesar de
todo, en alguna parte han de existir. Mentimos, nos humillamos, sonreímos,
cuando de buena gana maldeciríamos, y todo por tener un pedazo de pan, una
vivienda, lo que se llama, en fin, una posición. ¡Verdaderamente esta vida es
una porquería!
- Eso es ya
alta filosofía -repuso, Burkin-. Más vale dormir...
Momentos
después roncaba.
Iván
Ivanovich no podía dormir. Habiendo intentado en vano conciliar el sueño, se
levantó, salió de la porchada y, sentándose en el umbral de la puerta, encendió
la pipa.
Espero que les haya gustado!!!
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